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La oralidad no lo es todo

Por: Sebastián Chavarría L



Existe una tendencia a considerar que los principios y muchas de las instituciones del proceso Civil deben ser incorporados, en la medida de lo posible, en todos los procesos judiciales. Esto se justifica en virtud de que estos son armónicos con valores constitucionales. ¿Pero qué criterios utilizar para decidir la cuestión? En esta entrega, vamos a reflexionar sobre el particular teniendo como punto de partida el principio de oralidad.


La oralidad es, dentro de uno de los sentidos del término, un principio. Unas veces considerado en sí mismo (Cf. Código Procesal Civil art. 15), otras como derivado del principio de contradicción (Cf. Art. 4 del Código Procesal Penal). La Constitución de la República no hace referencia explícita a la oralidad en cuanto que formalidad, derecho o garantía. No obstante, en la medida en que el debido proceso y el principio de legalidad, si bien implican una serie de principios y garantías ya explícitas; no obstante, esta no es una lista cerrada y, por tanto, la oralidad podría derivarse del debido proceso y/o del principio de legalidad. Más allá de las precisiones que sobre la oralidad puede plantear cada materia, es importante entender que, en su base, la oralidad aparece como un principio.

Una de las razones que se esgrime en favor de la oralidad, consiste en pensar que asegura el Estado de Derecho. En virtud de esto, hay que introducirlo en los procesos judiciales en que no se lo establezca de forma explícita. Ahora bien, en este punto hay que hacer una distinción muy importante. Por una parte, una cosa es el principio de oralidad cuando ya fue incorporado en el diseño de un proceso y que por tanto tiene reglas que la regulan; y, otra, es cuando este principio se lo quiere incorporar en un proceso que no lo tiene previsto. El primer caso, no nos interesa ahora: si la ley ya lo establece, puede interpretarse esto como el medio por el cual se logran los fines que se buscan con la oralidad: publicidad, contradicción y control crítico de las decisiones de los órganos jurisdiccionales. El problema está en el segundo caso: cuando el diseño original de un cierto proceso no parece introducirla.



Si un proceso fue diseñado previo a la oralidad ¿debe introducírselo siempre fundado en la supletoriedad del proceso Civil? Consideramos que no; o, al menos, no necesariamente. La razón para sustentar esto radica en entender qué es un principio. Recordemos, con Alexy, que los principios son mandatos de optimización. En otros términos, son mandatos que se cumplen en la medida de lo posible y que, por lo tanto, no son absolutos. Si la oralidad es un principio entonces no podemos pretender que éste se lo pueda aplicar en todo tiempo y en toda circunstancia.




Lo planteado ahora de forma abstracta, tiene una aplicación concreta. Pero antes, para entender el ejemplo que ahora estamos por exponer, resulta importante destacar que la oralidad se manifiesta en los procesos judiciales a través de las audiencias. Con esto dicho, pensemos en lo establecido en la Ley de la Jurisdicción de lo Contencioso Administrativo (en adelante LJCA). Relacionemos dos normas de esta ley: las contenidas en los artículos 1 y 67 de la LJCA. En la LJCA se regula, entre otros, asuntos que se deduzcan en relación con actos de carácter general de la Administración Pública sujetos al Derecho Administrativo (art.1 LJCA). Estos asuntos son -por lo general- cuestiones de puro derecho. Luego, cabe citar el artículo 67 de la LJCA que claramente establece que “no procederá el recibimiento a prueba cuando la cuestión que se discute sea de puro derecho y cuando hubiese conformidad entre las partes acerca de los hechos”. Así entonces, si lo que se discute es una quaestio iuris, ¿qué justificación cabría para que la oralidad sea implementada? Se podría alegar que convocar a una audiencia oral -en virtud del principio de oralidad- aseguraría la conformidad entre las partes acerca de los hechos; y, con ello, cumplir con las garantías del debido proceso mediante el aseguramiento del derecho de defensa y la inmediación. Sin embargo, creemos que, una línea de argumentación de este tipo es problemática debido a sus consecuencias. Implicaría que, por favorecer la oralidad, se pondría en menoscabo otros derechos. Para el caso, la economía procesal: abrir una audiencia extra por mor de asegurar la oralidad, implicaría un retraso injustificable, que derivaría en aumentar los costos, tiempo y esfuerzos que son completamente prescindibles.

En síntesis, con lo planteado acá brevemente hay que aceptar dos premisas: que ningún principio es absoluto; y que, por lo tanto, tampoco lo es la oralidad. Es deber del órgano jurisdiccional discernir si realmente es pertinente incorporar la oralidad cuando no es explicitada o mandada por la ley. Y, que, como criterio para discernirlo, reiteramos lo que afirmamos al inicio de estas reflexiones: si bien la oralidad tiene su importancia (en cuanto que principio), no obstante, no lo es todo y debe ser considerado en el marco de los demás derechos y principios.

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