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¿Estamos obligados a amar?

Actualizado: 8 jul 2021

Por: Sebastián Chavarría L.



Casi todo el mundo tiene algo para decir sobre el tema del amor. Cuando de esto se trata, hay muchas y de las más diversas respuestas: desde las que provee la psicología, la autoayuda, la religión. Hoy, hasta la política tiene algo para proponer: desde ahí se ha insistido en que debemos tener criterios para distinguir el amor del abuso y con base en estos criterios, instalar políticas públicas. En fin, sobre el particular, se ha hecho correr mucha -pero muchísima- tinta. ¡Ojalá siga siendo así! En este contexto, nos vamos a preguntar -solo de forma exploratoria- si acaso alguien que sabe derecho nos puede decir algo al respecto, toda vez que los estudiantes de derecho y los abogados se entrenan -justamente- en discernir cuándo tenemos obligaciones.


De esa manera, deberíamos estar en la capacidad de dar algunas luces sobre si, en el ámbito del amor, hay obligaciones. Insisto: solo podrían darnos unas luces, pues la cuestión se ha discutido durante siglos y la discusión aún no ha sido cerrada. Así que no podemos pretender cerrarla ahora.

Un problema sobre el que podemos tratar, es sobre si existe una obligación de amar (lo que podría tener como correlato, que tengamos el derecho de exigir de que se nos ame). Repasemos qué dicen las ciencias jurídicas sobre el tema de las obligaciones y veamos si lo podemos aplicar para responder la pregunta del título.


Hay tres niveles de análisis sobre los cuales podemos discernir la cuestión. El primer nivel sería el puramente dogmático. Es decir, inquirir sobre el particular a partir de lo propuesto desde la teoría de las obligaciones en general. El segundo nivel es el que nos brinda la teoría general del derecho, respecto de la parte atinente a los derechos subjetivos, la cual no necesariamente es coincidente (aunque podría coincidir) con la del nivel dogmático. Esto es así, pues, en la medida en que se afirme que hay obligaciones jurídicas más allá de las reconocidas por la autoridad (como proponen las teorías fundadas

en la justicia), entonces el análisis tendría que extenderse hasta delimitar criterios con los cuales podamos reconocer obligaciones jurídicas sin acudir a la ley y los contratos. Y, en el tercer nivel, tendríamos el filosófico, que profundiza en torno a la discusión sobre el amor, la justicia y su relación con el derecho. Por ahora, para efectos de este artículo, solo vamos a explorar el primer nivel.




Si te interesa que desarrollemos los demás, escríbanos a info@bufeteumanzor.com y seguiremos abordando la cuestión. Habiendo dicho esto, procedamos.


A los estudiantes de derecho civil, en su curso de obligaciones, se les enseña que tradicionalmente hay cinco fuentes de las obligaciones. Esas cinco fuentes, según algunos autores, se resume en dos: la ley y los contratos. Con base en estos criterios, habría dos maneras de saber si una persona está obligada jurídicamente: la primera, verificando si la ley explícitamente nos obliga; y, la segunda, advirtiendo si hay un contrato de por medio. Así entonces, volvamos a la pregunta: ¿estamos obligados a amar? Claramente no podemos invocar la primera fuente, la ley. Desde nuestro ordenamiento, puede afirmarse que el Estado no puede ordenar que nos amemos. El Estado puede -por razones de justicia y política- exigir ciertos actos concretos de prestación (como, por ejemplo, dar alimento a los hijos); pero, de esto sería impropio inferir que el Estado nos está obligando a amar. Para aclarar este punto, serviría precisar entonces qué implica el amor.

No es fácil definir el amor, sobre todo, porque hay muy diversas concepciones al respecto. Pero creemos que todas ellas cuentan, por lo menos, con los siguientes elementos: por una parte, se presupone un acto subjetivo que deviene de lo más íntimo de la persona y que mueve a la voluntad para dar -a lo amado- más allá de lo que incluso corresponde en justicia. Esto último nos permite resaltar el aspecto objetivo del amor: que ese acto que comenzó como un impulso subjetivo se materializa en ciertos efectos que son las representaciones a las que estamos acostumbrados a denominar “muestras de amor” (en esto se funda aquello de que “amor con amor se paga”).

Sobre los efectos del amor, piénsese en aquel pasaje de San Pablo en 1 Cor 13: 1-13, según el cual, “[E]l amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo…”. Pero es importantísimo considerar el primer aspecto: el amor deviene de manera espontánea en la búsqueda de una perfección, que, en la tradición cristiana, se ha descrito como algo sobrenatural.





Hoy, en nuestra actual posmodernidad tendencialmente atea, diríamos que el amor trasciende el mero acto de individualidad subjetiva que, por lo general, se basa en la búsqueda del placer. Si entendemos el amor así: pues no, no habría forma de que ninguna entidad (incluido el Estado) pueda entrar en nuestra interioridad para arrancarlo y exigirlo. Vale la pena recordar aquella memorable escena de Bruce Almighty cuando Morgan Freeman -interpretando a Dios- le tiene que dar la lamentable noticia de que él puede hacer lo que quiera con la creación, menos obligar a alguien a amar. El mensaje es que ni Dios puede obligar a alguien a amar a otro/a; ni tampoco puede obligar a que lo amen a Él.

Vayamos cerrando la idea: si por medio de la ley no se puede obligar a amar, la opción que nos queda es el ámbito contractual, el cual parece persuasivo para nuestros fines. Y es que, los elementos de los contratos parecieran sugerir que estos exigen ese acto subjetivo del que hablamos antes. En primer término, se nos podría decir, hay consentimiento entre quienes deciden amarse. En este punto, tendrían razón: el consentimiento es una manifestación de esa convicción interna a la que hacíamos referencia. También podría hablarse de causa en el amor: tanto eficiente como final. Hay una causa eficiente desde la cual podemos explicar qué movió a nuestra voluntad a amar. Y, a su vez, amar implica que nuestra voluntad es movida a un fin. Y el objeto podría hacer referencia a esos efectos que se buscan cuando uno ama. Aunque todo lo dicho hasta ahora parece decisivo, en su contra, podrían proponerse dos cuestiones: primero, hay que advertir que los elementos del contrato tienen objeto y causa cuyo fundamento es meramente patrimonial. Y, en segundo, de los contratos emana la posibilidad de la coacción, en el caso de que exista un incumplimiento. En el ámbito del amor no cabe ni uno ni lo otro. Por lo que, si bien, pareciera que los elementos de los contratos podrían aplicarse en el amor, no se trataría más que de un hecho aparente y solo de un uso metafórico de los términos.


Conclusión: al menos desde el punto de vista de la teoría de las obligaciones, nos encontramos con que el amor trasciende dichas categorías y nadie en principio puede ser obligado. Pese a esto, creemos que no ha sido superfluo pensarlo desde estas: no pocas veces usamos el lenguaje jurídico y bien podría ser importante ver cuáles son algunas de sus implicaciones. Y así, no confundir cuándo usamos ese lenguaje solo de forma poética y cuándo pretendemos usarlo más allá de la metáfora.




Hemos terminado esta primera entrega sobre el tema, esperando que nos deje tus inquietudes al respecto. Quedan muchísimas cosas por considerar. Alguno/a podría estarse preguntando: ¿realmente solo la ley y los contratos pueden obligarnos?, ¿no estará haciendo falta alguna otra fuente, desde la cual nos podamos enterar de que sí tenemos obligación de amar?, ¿realmente el amor no implica alguna relación -por mínima que sea- con la propiedad o la coacción?; o, ¿no es acaso el amor lo que mueve al mundo para que este sea un lugar mejor?, en este sentido, si no estamos obligados, ¿qué será del devenir del ser humano? Estas y muchas otras cuestiones quedan pendientes y habría que ir más allá de lo que hasta ahora hemos propuesto. No dejen de comunicarse con nosotros ya sea para plantarnos sus comentarios o expresar sus cuestionamientos.

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